La ingravidez de una mala noticia
Suspendido en el aire, el mundo se vuelve a cámara lenta mientras en tu cabeza los impulsos neuronales estallan en colapso.
Y en ese instante, el suelo se desvanece a tus pies, se aleja a toda velocidad y tú te quedas ahí suspendido, como un astronauta en medio del espacio, moviendo las extremidades a cámara lenta, acompañando una realidad que se ha vuelto lejana, borrosa, extraña.
Y en esa ingravidez corporal, la mente estalla por su cuenta, incapaz de entender, retener ni procesar las palabras que los demás siguen diciendo, ocupada como está en flashearte a base de imágenes, secuencias fílmicas y, por lo general, catastróficas.
Qué contraste cognitivo, entre la irrealidad del mundo exterior y la vividez impactante de los impulsos neuronales.
El mundo se para, eso dicen. Pero no es así. El mundo sigue su curso solo que no para ti. Colgado en la nada por ese instante, durante un tiempo indefinido imposible de calcular.
Con el tiempo te das cuenta de que en ese instante te han cogido de la mano, como uno de esos globos de helio de las ferias que agarras fuerte de la cuerda para que no se eleve descontrolado hasta desaparecer.
El amor, que salva el mundo. Y a ti.
Y tú sigues ahí flotando, sin entender nada, sin querer procesar nada, sumido en tu película mental que de tanto reproducirla empieza a desgastarse.
Tendrás al tentación de, en algún momento determinado, simular que vuelves a pisar la tierra, yendo a trabajar, bajando a comprar el pan o riéndote de nuevo por algún meme en Instagram.
Ojalá pudiera decirte en cuánto tiempo dejarás de sentirte así.
Lo único seguro es que, del mismo modo que tuvieron que sostenerte en un inicio, solo el amor hacia ti mismo y el autocuidado harán que camines de nuevo firme y feliz.
Foto de Diya Pokharel en Unsplash