La primera vez que viajé a Copenhague me enamoré de una chica
La primera vez que viajé a Copenhague me enamoré de una chica.
Ella vivía en el edificio de enfrente y no llegué a verle nunca la cara. Se pasaba horas sentada delante del ordenador, impasible al paso de las horas que variaban la luz y los colores de su apartamento.
Espera, un segundo. Esto no fue exactamente así.
La primera vez que viajé a Copenhague me enamoré de una escena. En ella, la chica de la ventana miraba silenciosa la pantalla de su ordenador y las primeras luces de la mañana incidían en la esquina de su mesa, tiñéndolo todo de un pálido carmín.
Pensándolo mejor, qué importa ser exactos en esta descripción. Porque tampoco eso es cierto.
La primera vez que viajé a Copenhague me enamoré de una posibilidad. La posibilidad de ser más yo y a la vez otra, la vecina de la chica de la ventana que estaba aprendiendo a mirarlo todo con ojos nuevos.
Algunas noches tengo esa misma sensación. Cuando antes de irme a dormir me desmaquillo con calma y me voy quitando capas de otros de encima para dejar, a flor de piel, mi esencia más honesta.
Seguro que sabes de qué sensación hablo. Cuando sientes que puedes con todo, que todo es posible, incluso tú. Incluso lo nuestro.